Barry Jenkins, director de la oscarizada Moonlight, dirige y escribe la película “El blues de Beale Street”. Esta película se estrena en España con tres nominaciones a los Oscar 2019. Descubre la crítica de “El Blues de Beale Street”.
Crítica
Elegante a la par que artificial. Dura y de una intensidad emocional desbordante, al igual que repleta de ripios y costuras. Un portento cinematográfico donde la fotografía, música, montaje y diseño de producción rezuman tal virtuosismo que, en última instancia, lastran la historia y llevan al espectador a abstraerse entre vericuetos y nimiedades. El Blues de Beale Street es una búsqueda; una exploración formal en pos del punto medio exacto que sirva como puente entre continente y contenido. Una especie de guerra abierta entre Hemingway y Faulkner. Con sus errores y aciertos, una película capaz de generar este debate siempre merecerá ser tenida en cuenta e ir al cine a verla.
Sinopsis
La película El Blues de Beale Street narra la historia deTish (Kiki Layne), que recientemente embarazada, ve cómo su prometido (Stephan James), y padre del niño que está por nacer, se encuentra entre rejas. Ella y su familia harán todo lo posible por sacarle de la cárcel.
Barry Jenkins, el director de Moonlight
Mucha gente a día de hoy continua obcecada en no querer – o no saber – ver la enjundia trágica y repleta de lirismo que fue esa extraña obra maestra que Barry Jenkins nos legó hace un par de años: Moonlight.
En Moonlight, Jenkins, tocaba palos de carácter prosaico o costumbrista, que servían de contrapunto para secuencias repletas de subtexto y malicia, en base a una estructura narrativa que insistía con terquedad en unas elipsis abisales no aptas para todos los públicos. Si a todo ello le añadimos que las secuencias clave las rodeaba un halo místíco, o una mundanidad mágica que bebía tanto de la obra pictórica de Edward Hooper como de la serie The Wire, podemos decir que el director sentó unas bases narrativas y estilísticas sólidas, e inusuales, que le hicieron merecedor de tener todos los focos puestos sobre él.
El Blues de Beale Street, es una adaptación de la novela homónima de James Baldwin, situado en el conocido, y subrayado hasta el paroxismo, contexto sociopolítico de la lucha por los derechos de la comunidad negra en los Estados Unidos; cuya represión racista y machacona auspició el surgimiento de movimientos y figuras radicales como los panteras negras o Malcom X.
Barry Jenkins – muy acertadamente – obvia adentrarse en los porqués o tratar de alumbrar la sustancia coyuntural para, como ya hizo en Moonlight, apostar por reflejar esa inefable emoción humana que, como una fuerza ineluctable de la naturaleza, emerge cual géiser cuando el subsuelo está tan caliente, y sus estratos tan condensados, que es cuestión de tiempo estalle.
En la película, los personajes se mueven en ese interregno de tiempo previo al hiato definitivo que, para bien o para mal, les obligará a lidiar con una catarsis plena que deformará sus vidas y les dejará cicatrices por siempre.
No obstante, la cinta fracasa al decantarse por una puesta en escena – irreprochable a nivel estético- que redunda en una idealización frívola y esperpéntica que se asemeja más a un millonario spot de perfumes, que a una historia sobre negros estadounidenses a mediados de los 70 en el umbral de la pobreza y jodidos por todos lados.
Opinión final
Pero a pesar de un exceso de celo estético -un poco kitsch; un poco almodovariano, y muy poco destilado -, el talento de Jenkins emerge en esos arrebatadores coletazos poéticos – repletos de un lirismo contenido que no se enseña en las escuelas de cine- que le emparejan, mas que con sus coetáneos o colegas de profesión, con los poetas malditos decimonónicos.
Hasta las secuencias cuya puesta en escena es más exagerada, o plúmbea, o dilatada en exceso, cobran vida, y merecen ser observadas con expectación pues, Jenkins, siempre se saca ese plano de la manga que te descoloca; más de allá que de acá; más del mundo de los sueños o de la vigilia que del terrenal; imposible de aprender o canalizar de no estar tocado por algún tipo de divinidad.
Al final de la película, con los títulos de crédito aún en la pantalla, lo de menos es la historia que acabamos de ver; ni siquiera te preguntas por el destino de sus protagonistas ni el porqué de los hechos a los que acabas de asistir. Tan sólo una emoción candorosa, repleta de ansiedad, por atesorar el mayor tiempo posible esos retazos de genialidad visceral que te han zarandeado como a un guiñapo – y que muy poquitos directores de cine en la actualidad son capaces de imprimir a sus obras – se habrá apoderado de ti. No es poco.