Imbuida de un esoterismo perturbador, y de unos códigos audiovisuales fuera de la horma, hoy, 26 de Julio, llega a nuestros cines uno de las películas del año: Midsommar, dirigida por Ari Aster (Hereditary).
Sinopsis de la película de terror Midsommar
Un grupo de amigos parte en dirección hacia una remota aldea sueca, donde se festeja una celebración de tintes paganos, con el fin de dejar de lado sus cuitas diarias.
Crítica de Midsommar
Félix de Azúa, uno de los más iconoclastas y audaces escritores vivos de nuestra lengua, escribió lo siguiente sobre el también iconoclasta y audaz libro póstumo de Fritz Zorn, Bajo el signo de Marte: “Quizá solo en las obras extravagantes podemos atisbar algún aspecto inaccesible de nuestra condición” Ari Aster, parece suscribir por completo el apotegma de Azúa; lo lleva tatuado consigo y lo exhibe sin complejos. En el mismo libro, Firtz Zorn escribe: “El cáncer no es más que la ilustración corporal del estado del alma” Y, una vez más, Aster demuestra haber, como mínimo, vadeado esta idea. Si en Hereditary, el pavor del trauma somatizado por sus protagonistas en una francachela fantasmal y demoníaca, donde los bajíos más insondables del alma sirven como galvanizador de los daimones y las sinergias oscuras, servía como alegoría para declamar que el diablo se enmascara en las convencionalidades del día a día consuetudinario, en Midsommar, Aster, como buen gnóstico, como buen heresiarca de la narración clásica cinematográfica, apostata con delectación para zambullir al espectador en el primitivismo más atávico; para situarlo en una casilla iniciática, con la cítara y el tam-tam a cuestas, que le llevará por unos derroteros donde descubrirá que el único miedo posible es no saber si mañana saldrá el sol; y que, en pos de esa certeza, son justificados los sacrificios humanos y las impetraciones desagarradas.
En Midsommar, la propuesta inicial, aparentemente formal y manida, de juntar a un grupo de amigos para adentrarlos por terreno desconocido; y que, en primera instancia, puede parecer un guiño al terror de serie B, no es más que un atajo narrativo sobre el que Aster se apoya para poner cuanto antes sobre el tapete la obsesión que recorre sus venas: Los traumas -que la beatitud científica nos ha hecho creer que no eran más que mundanidades epidérmicas que se curaban con un poco de medicación, terapia y deporte – son el motor de nuestros miedos; la fuente de la que beben las aberraciones humanas.
Ari Aster, hunde el puñal hasta las profundidades incognoscibles donde habita el leviatán, para rescatar reminiscencias de conocimientos antiguos: ritos iniciáticos, dólmenes y monolitos o ídolos paganos que solo se iluminan una vez al año – durante uno de los solsticios – ; o idolatrías de orden cósmico y concepción cosmogónica que se celebran cada noventa años.
Al término de Midsommar, el espectador saldrá de la sala estupefacto, tratando de canalizar, como si de una gran bolsa de arpillera llena de arena hasta los topes con un agujero en su base se tratase, la sensación de desamparo al comprobar que las vibraciones electrónicas, que ha ido acumulando durante el desarrollo de la cinta, van desapareciendo hasta dejar en el cuerpo una malsana sensación agridulce, de nostalgia insoslayable; similar al final de un viaje de LSD. Y todo, ¿por qué? ¿para qué? Para recordarnos que el auténtico terror emana de nosotros mismos; de ahí, que los antiguos enterrasen a sus familiares junto a ellos, en el mismo suelo que pisaban. Bravo.