Viago, Deacon, Vladislav y Peter nos cuentan sus aventuras y desventuras compartiendo piso en Nueva Zelanda en “Lo que hacemos en las sombras”. El más joven tiene 144 años y el más mayor, 1000. ¿Otra soporífera película de ancianos reflexionando sobre el ocaso de la vida y la inocencia espiritual? ¡No! Porque aquí los protagonistas aparentan treinta años, ¡y son vampiros! Si la vida es complicada de por sí, imagínate si para poder seguir comprando cubos de botellines tienes que desangrar a un paisano cada tres días.
Crítica: Lo que hacemos en las sombras (2015)
Solo hay una cosa de la que estamos más hartos en esta década que del falso documental, y es de las películas de vampiros. Lo que hacemos en la sombras junta ambos conceptos con una premisa muy loca que corre el riesgo de agotarse. ¿Saldrá airosa de tantos prejuicios? ¿O se convertirá en otra frikada de nicho condenada a rellenar la madrugada de un festival trash de Antequera?
Permitid que me presente. Pertenezco a una generación de peterpanes que siente una profunda nostalgia por cosas como ir a alquilar una película al videoclub con los amigotes. (Chúpate esa, Darwin). Recuerdo con cariño que siempre elegíamos la película con la premisa más clara y más loca. “Falso documental de cuatro vampiros compartiendo piso” habría sido un must have total. (Añádase a mi reflexión sobre mi generación el uso de expresiones como “must have”)
Muchas veces las premisas disparaban nuestro imaginario y rara vez la película (generalmente iniciática y de bajo presupuesto) satisfacía nuestras pretensiones.
En estas cosas andaba yo pensando mientras me dirigía al pase de Lo que hacemos en las sombras, añadiendo de guarnición el agotamiento del formato de falso documental y el demasiado exprimido género vampírico en los últimos años. Si a eso le sumas que no soy un gran fan de la anterior obra de su director, la serie “Flight of Conchords”, me preparé para un visionado “Tinder”: La descripción podía sonar bien, pero daba pánico ponerse a rascar qué había debajo.
Al salir del visionado, maldije mi vinagrismo y mi pose de tres pesetas, y añoré, (ahora sí, de verdad) a ese joven incauto que se ilusionaba con cada cinta VHS llena de vísceras y monstruos.
Porque Lo que hacemos en las sombras es terriblemente disfrutable. Es una película sobre muertos, pero está muy viva. Es sencilla sin ser simple, y se basa en tópicos sin dejar de ser fresca. Pero por encima de todo, es terriblemente divertida. Garantiza risas para todos los públicos (Mayores de 18) y carcajadas a los aficionados al género, que demuestra dominar a la perfección.
Un análisis más profundo quizá nos haga ver la cinta como una colección de sketches. Es cierto que su columna dramática es endeble y los personajes se definen principalmente por su premisa cómica. Vale, esta película no va a ganar en Cannes, pero antes de quitarnos las gafas de pasta valoremos también que los actores están en estado de gracia, la mecánica de los gags es un reloj suizo y los directores nos dejan imágenes tronchantes e imborrables. (Véase la persecución voladora por la mansión)
Lo que hacemos en las sombras es una película con la que dejarse llevar. Una atracción de feria entre el pasaje del terror y el show de los payasos que te arrastra casi sin que te des cuenta. Una película, en fin, que demuestra que los años pasan y los formatos cambian, pero que el cine sigue siendo el lugar idóneo para pasar dos horas divertidas.
