Fernando Trueba compone un capítulo piloto de lo que se supone que es la secuela de la famosa ‘Niña de tus ojos’.
No pasaba de la media hora la esperada película cuando el espectador contenido en el crítico se había ido a por uvas. Sí. Él ya no estaba, se había quedado sólo el crítico intentando encontrar algún sustento con el que sobrellevar la carga en la que, hacía mucho minutos, se había convertido la película. Hasta ese momento, lo siguiente:
Antonio Resines(Blas Fontiveros) aparece insertado, con más o menos acierto, entre imágenes de campos de concentración nazi que él mismo, como personaje, descubrirá con el nombre de Mauthausen. A la par, descubrimos la exponencial evolución de la vida artística y social de la gran Macarena Granada (Penélope Cruz) en el mundo cinematográfico Estadounidense de los años cincuenta. La hija pródiga vuelve a España contratada para protagonizar una super producción americana sobre la reina Isabel I, dirigida por John Scott (Clive Revill parodiando a John Ford). El coprotagonista es Gary Jones (Cary Elwes, La princesa prometida 1987) y los miembros del rodaje estarán representados en su mayoría por antiguos actores -que ya han pasado años desde la anterior- de La niña de tus ojos. Así repetirán en peripecias Jorge Sanz (Julián Torralba), Rosa María Sardá (Rosa Rosales), Santiago Segura (Castillo), Loles León (Trini Morenos), Neus Asensi (Lucía Gandía)… y algunas nuevas incorporaciones como Chino Darín (Leo) y Javier Cámara (Pepe Bonilla).
El personaje de Antonio Resines, tras ser liberado del campo de concentración, vuelve a España, donde se le había dado por muerto, con la intención de comenzar de cero en el mundo del cine del que proviene. Así que se sucederán presentaciones, reencuentros y pronto retomará su trabajo como director, de segunda unidad esta vez, gracias al ofrecimiento de los productores americanos, que bien conocen sus pasados trabajos.
Hasta aquí fantástico -por decir algo, porque los personajes son más antiguos que cuando fueron interpretados por vez primera-. Tras la sucesión de presentaciones de personajes, parece que se aclara la intención de la película: Contar la historia de Blas Fontiveros y su reencuentro con el séptimo arte. Pero no. Entonces, ¿Las pistas indican que veremos el desarrollo del cómico rodaje de La Reina de España en, valga la redundancia, España, a quien el caudillo le interesa promocionar? Sí… pero no. ¿La vida de la gran estrella Macarena Granada en su vuelta nacional? Podría ser… pero no.
De esta manera, el crítico, acaba por descubrir que la película, esta gran esperada obra, es en realidad un larguísimo capítulo piloto (dos horas y diez de metraje) de cualquier serie española familiar en la que los personajes se presentan, se apuntan, se enrollan entre sí -muy a lo Velvet-, y meten las típicas gracias rancias que ya no hacen gracia a nadie. Esto, a lo mejor para una serie,
Los actores, estos grandes actores del cine español, son una pena. Están vendidos en el guión y en la dirección. Hablan por hablar -que es lo que más canta en cualquier representación- y viven sin gracia, ni garra, ni sentimiento, ni ná. Están perdidos, olvidados, aburridos. Algunos tienen algo más que mostrar -ahí está Jorge Sanz, al que se le da algo más de bola con Cary Elwes- pero el mismo humor pasado de siglo -como si el director hiciera homenaje a lo que debía hacer gracia en los años 50- se encarga en hundir en la miseria.
Rocas interpretativas quedan erguidas ante tanta mediocridad intencional, como Neus Asensi, por suerte impertérrita y férrea en la interpretación, o Rosa María Sardá, quien tiene un par de ovarios para justificar de manera creativa lo que casi es injustificable. Chino Darín casi se salva, porque echa todo el arrojo en conseguir el objetivo del personaje, darle lo suyo a la gran Macarena Granada, y eso, entre tan poca gana, se agradece. Así mismo, la breve intervención de Carlos Areces, que nunca ha tenido vergüenza alguna, despertará la tan perseguida carcajada. Pero lo demás… ¡Qué vergüenza todo! ¡Y qué pena!
Referencias al cine de esos años utilizadas como los adolescentes de los 90 quemaban las cintas porno en sus vídeos VHS. Lecciones cinematográficas habladas, algunas mostradas una y otra vez -ahí está la composición de la imagen realista para simular decorados, una referencia fantástica-, otras exageradamente representadas -el cameo de Anabel Alonso tiene una intensidad por encima de los esperpentos-, y las que quedan, que no son pocas, metidas a tablón allí donde queda hueco entre trama tan difusa.
Los diálogos entre los grupos de los actores están tan vacíos de intención como de ritmo. Cada uno está a lo suyo, a la forma antigua de la interpretación, soltando el texto e intentando don tropezar con los muebles. Esta opción sería válida si únicamente estuviera representada dentro de la película rodada en la ficción, pero es que dentro de esta, los actores han retrocedido otros treinta y pico años para casi plantarse en el cine mudo, tal es la aparatosidad de sus apariciones. Por no hablar de los colegas de profesión que rellenan cameos al más puro estilo Torrente. Una decisión errónea a todas luces cuando no son actores porque, sus nefastas frases -¡cuanto queremos al cine y qué poco respetamos a los actores profesionales que darían la vida por una frase en una película de Fernando Trueba!- que no hacen si no hundir un poco más la producción.
El montaje aburre… y mucho. Es un maldito aliado de las incoherencias del guión, que impone continuas decisiones inexplicables a los personajes -¿para qué demonios Jorge Sanz se une a la cabalgata final?-. Uno junto el otro, se encargan de ralentizar una película que, si supiera lo que quiere contar, se haría algo amena. Dicho lo cual, estoy seguro que más de un crítico se hubiera planteado hacer “un Boyero”, levantarse del cine e irse a su casa.
Pero la cosa sigue con datos históricos, desplantes al franquismo sin gracia, porque ya no hay nada nuevo bajo el sol, y con homosexuales tan exagerados -Santiago Segura y su histrionico diseñador de vestuario-, que bien parece que nos remontemos a las películas de los setenta, donde se reflejaban esos personajes para la mofa de una audiencia retrógada.
La reina de España es un despropósito, un encuentro de colegas que no tienen nada mejor que hacer. Un gasto innecesario, y una absoluta pérdida de tiempo tanto para un director tan bragado como lo es Fernando Trueba, como para un público que recuerda con cariño “La niña de tus ojos”. Hace mucho tiempo que se superó el dicho de “las segundas partes nunca fueron buenas”, y uno confiaba en que un apasionado en el cine como lo es dicho director, ofreciera una obra maestra en vez de este desparrame de buenas ideas perdidas en la inconexión. Tristeza y pena. Ya lo dije.