“Hannah” es una película que, si bien no es apta para todos los públicos por su ritmo dilatado y plomizo, no deja de ser un ejercicio de buen cine. Recomendable.
Dolorosa, perversa y, a ratos tediosa deconstrucción de la decadencia anímica y el derrumbamiento psicológico. Peca en exceso de contemplativa y autocomplaciente pero, una interpretación magnética y libre de complejos de Charlotte Rampling; un guión repleto de recovecos tan oscuros como un pozo hediondo y, un inspiradísimo trabajo de cámara que denota un gusto exquisito por el encuadre (excelente elección de planos), hacen de Hanna una película estimable.
Sinopsis de la película “Hannah”
Hannah (Charlotte Rampling) es una señora que circunvala la decrepitud y la ancianidad y, que rellena su jornada con un sinfín de rutinas la mar de peregrinas con las que alejarse de si misma y del profundo dolor que arrastra. Cuando su marido, también prácticamente anciano, entra en prisión, verá cómo su máscara y la trinchera en la que vive parapetada, comienzan a resquebrajarse.
Crítica de la película “Hannah”
Andrea Pallaoro (director de la película Medeas) tenía una tarea difícil que ha acabado solventando con nota. Por un lado, el acercamiento íntimo, en ocasiones morboso y voyeur, a la intimidad de una mujer que ve cuya salud mental y contexto se desmoronan con quietud retorcida: sin pausa pero sin prisa. Por otro lado, el tratamiento aséptico y con una perspectiva fría y casi indiferente (realista que podrían decir algunos) que recuerda, por el talante, más a un documental random de la sabana africana, que a una serie de desgracias vitales que acontecen a numerosas personas y familias.
Pero sin duda, la mayor virtud de la cinta, es la honestidad brutal y la inteligencia con la que trata al espectador. No me refiero a triquiñuelas habituales de prestidigitador con los que sobrevalorados autores envuelven sus productos con tal de sazonar la carne en mal estado (Origen de Christopher Nolan o Birdman de Alejandro González Iñárritu, son dos claros ejemplos). No, el autor nos sirve en bandeja todas las piezas del puzzle, sin armar del todo pero con la hoja de instrucciones bien a mano, para que sea el espectador, el que en última instancia, elija el orden y el resultado: Ojos que no ven, corazón que no siente.
Y es que el film, en su aparente nadería, fragilidad y ritmo excesivamente lento y contemplativo, es un viaje de ida hasta puntos ignotos e inexplorados, por su crudeza, al interior del alma humana: Todos tenemos miedo a mirar al diablo a los ojos y que éste nos devuelva la mirada.
En cuanto a la estética y al ritmo, guarda reminiscencias a la película Bleu de Krzysztof Kieslowski. De hecho, la interpretación de Charlotte Rampling, en su actitud digna, vulnerabilidad a flor de piel e inabarcable dolor con el que empapa cada secuencia, es un calco (para bien) de la de Julliette Binoche en la de Kieslowski.
La metáfora con la que Hannah concluye la cinta (la sencuencia de ella llegando a la playa) y, que sirve para evidenciar esa amalgama ingente de sentimientos dolorosos y soterrados, es similar a la que utilizó Andrey Zvyagintsev en su obra maestra Leviathan: los grandes artistas copian, los genios roban, que decía Picasso.
La fotografía de Chayse Irvin es una delicia, tanto por el uso de la iluminación en clave natural, donde toda la película parece transcurrir entre nubarrones y nunca sale el sol, como por el toque abúlico y distante de sus sórdidas localizaciones propias de los suburbios de cualquier ciudad Europea.