Llega a la cartelera “Sweet Country”, un magnífico wester australiano que trata de manera cruda y directa temas como la identidad cultural, la religión, la violencia y el racismo.
Crítica
Duro, crepuscular y, fétido western australiano. Todo en él apesta a cine recio y descarnado; a tabaco de mascar, alcohol regurgitado y halitosis. A Badlands, camisas amarillentas y cuerpos hediondos carcomidos por el sudor y la sarna. Resuenan ecos Faulknerianos a lo largo de toda la cinta: Miserabilidad, derrota, racismo recalcitrante, estatismo (y extatismo) frente a la maldad e incapacidad para la redención. Cine, en definitiva, del que te agarra sin pudor y te suelta hecho un guiñapo. A expensas de lo que diga el juez, me decanto por agresión antes que abuso.
Sam (Hamilton Morris), un aborigen de mediana edad, trabaja para un predicador (Sam Neil) en el interior del territorio del norte de Australia. Cuando éste le envía a trabajar al rancho de Harry (Ewen Leslie), un veterano de guerra resentido y chiflado, ocurrirá un grave incidente entre ambos, que acabará con la muerte de Harry. Sam no tendrá más remedio que huir junto a su esposa (Natassia Gorey Furber), hasta los confines más inhóspitos del desierto Australiano.
Decía François Truffaut sobre John Ford: “Ford es de esos artistas que nunca pronuncian la palabra arte, y de esos poetas que no nunca hablan de poesía”. En la monumental The Seachers, Ford abre la película con un excepcional plano que, aún hoy, se estudia en las academias de cine: Partiendo de una oscuridad total, intuimos cómo, la sombra del personaje interpretado por Dorothy Jordan, se desliza y abre una puerta desde el interior de una casa; la silueta negra en escorzo se nos revela, mientras contempla, al otro lado, la inmensidad aterradora y sublime, del desierto Tejano. La luz amarillenta se abre paso a través de los entresijos y las rendijas.
Warwick Thornton (Samson & Delilah), durante una secuencia clave de le película, homenajea de manera descarada el plano anteriormente descrito pero, a diferencia del de Ford, este parte con la puerta y las ventanas completamente abiertas, mostrándonos de antemano, la plenitud desoladora del desierto Australiano. El personaje interpretado por Ewen Leslie va cerrando los compartimentos poco a poco, hasta sumergirnos en una oscuridad total, haciéndonos partícipes de los actos abyectos que va a cometer y del estado en el que se encuentra su alma. Una vuelta de tuerca genial por parte del director y, dicho sea de paso, toda una declaración de intenciones: la de mostrarnos la cara B de la moralidad y la vasta extensión de los campos que, situándose a las antípodas del sinfín de posibilidades que ofrecen los Americanos, aquí se nos muestran yermos y baldíos.
En su visión decadente y resignada, Sweet country, recuerda a los westerns de Peckinpah, donde la virtud y la bondad aparecen en sus personajes casi por error.
Los planos paisajisticos de luz cobriza, previa a la oscuridad del ocaso (Warwick Thornton co-dirige la fotografía junto a Dylan River) recuerdan al plano famoso de Unforgiven, que sirve tanto de prólogo como de epílogo, para la película de Eastwood.
Quizá echo en falta, en Sweet country, algún ápice de lirismo u elementos épicos con los que descansar y sobreponerme a la infinita derrota en la que viven sumergidos sus personajes. Pero no hay atisbo de esperanza al otro lado del desierto.
Conclusión
En conclusión, estamos ante una obra cinematográfica notabilísima, de las que guardan aromas y reminiscencias pretéritas, que, a día de hoy (por suerte o por desgracia), parecen prácticamente extinguidas. Traducido a España: como beberse una botella de orujo blanco en una taberna mugrienta de aldea Castellana.