‘Maudie. El color de la vida’, el nuevo filme dirigido por Aisling Walsh, dibuja un retrato valiente e intimista de la vida de la pintora canadiense Maud Dowley. Un mujer luchadora y de incansable sonrisa que encontró su vía de escape en la pintura.
Crítica de la película ‘Maudie. El color de la vida’
Este fin de semana se estrenaba Maudie. El color de la vida, una cinta basada en la durísima historia real una pintora canadiense llamada Maud Dowley. Una mujer que pese a una tener que convivir desde muy joven con una enfermedad degenerativa, artritis reumatoide, y quedar a expensas de una familia más que detestable -no dudaba en tratarla como una retrasada para aprovecharse de ella-, encontró su “tabla de salvación” en la pintura. Un talento completamente innato que empezó a desarrollar para evadirse de tanta frustración y de una más que cruda realidad, y que la llevó a convertirse en un icono de la pintura folklórica de su país natal. Tal fue su fama que el mismo presidente Nixon quiso poseer uno de sus trabajos.
La película dirigida por Aisling Walsh no sólo nos mostrará las dificultades de la vida de esta gran mujer a quien nunca lograron arrebatarle la sonrisa y sus ganas de vivir, sino que también nos hará reflexionar sobre el trato que aún a día de hoy se da a muchas personas que sufren alguna minusvalía, arrinconándolas sin dejar que exploten todo su potencial. Walsh, con un guion de Sherry White, afronta de manera valiente la historia de Maud Dowley (Sally Hawkins), y aquello que podría haber sido un biopic, más al uso lleno de convencionalismos y sentimentalismos baratos, se convierte en una historia reconfortante que pone en alza los valores de una mujer puramente excepcional, tanto en lo humano como en lo artístico. Una propuesta claramente intimista, centrada en los detalles, para dibujar la estela de una mujer incansable que luchó día a día por salir a delante y por albergar bajo su luz a un extraño pero inseparable compañero de viaje, Everett Lewis (Ethan Hawke), un hermitaño y bastante brutote pescador con el que comenzaría como criada y terminaría por casarse.
Sin duda, lo mejor de este íntimo retrato es ver a una Sally Hawkins completamente implicada, tanto a nivel físico como emocional. Nos dolerá verla caminar por los caminos empedrados con sus tacones mientras intenta dar pasos firmes y certeros. A la actriz no le hace falta diálogo alguno para reflejar la dulzura e inocencia, pero también el valor y el arrojo, de un personaje como Maud. Su rostro lo refleja todo de manera excepcional.
Por otro lado tenemos a Ethan Hawke encarnando a un pescador rural, gruñón, machista y solitario llamado Everett Lewis. Ambos actores logran retratar la dureza de una relación condenada a fracasar pero en la que Maud, sin ninguna gana de volver bajo el techo familiar, se volcó hasta tal punto de perder la dignidad en más de una ocasión. Pero su espíritu libre, las ganas de superarse a diario y “el poder de sus colores” consiguieron transformar poco a poco a Everett.
Finalmente puede que Maudie. El color de la vida no sea una película completamente redonda pero sí es un buen ejercicio intimista, centrando su fuerza en destacar primeros planos de unas deformadas manos de Sally Hawkins mientras pinta; consiguiendo de este modo hacernos llegar la pasión y arrojo que reflejaba en cada una de sus obras. Pinturas llenas de vida y color, como su sonrisa.