Andrei Konchalovsky estrena su última obra con la contemplación como eje central de una trama que poco tiene que explotar. Película para aquellos que quieran poner a prueba su paciencia en una butaca.
Sinopsis
Una pequeña aldea del lago Kenozero vive aislada del resto de Rusia salvo por su cartero, que viaja hasta allí cada día en su lancha. Cuando alguien roba el motor de la embarcación y la mujer que ama se muda de ciudad, el funcionario tendrá que buscar la aventura y la perspectiva de una nueva vida.
Crítica
El cine ruso siempre ha sido complicado para el gran público. Su ritmo pausado y su narrativa alejada de los tópicos le han dotado de personalidad propia, siendo uno de los más reconocidos por sus contribuciones al desarrollo de esta forma de arte. Así, magos del montaje como Eisenstein o Kuleshov gozan de un lugar de honor en la historia del cine. Andrei Konchalovsky parece querer formar parte de ese reducido grupo de artistas y para ello deja aparcado su lado más comercial con la aún recordada “Tango y Cash” para presentarnos una obra de arte y ensayo donde, en sus propias palabras, es el intento por descubrir las nuevas posibilidades que ofrecen las imágenes en movimiento unidas por el sonido. Un intento por estudiar la vida sin ninguna prisa.
“El cartero de las noches blancas” pasa por estirar una historia que podría ser resuelta en un mediometraje hasta completar los tediosos noventa minutos de la cinta. Para ello, el realizador no duda en mostrarnos planos de larga duración donde podemos contemplar el bonito paisaje del lago Kenozero a través de los ojos del protagonista, un cartero que incomprensiblemente va ataviado con ropa de camuflaje. Esa contemplación de la que hace gala el propio Konchalovsky lastra el ritmo y relega el film a una suerte de meditación por parte del espectador para según el director, encontrar su unidad con el universo. Lo que en realidad consigue es un ejercicio pretencioso, difícilmente admirado fuera de los devotos del arte incomprendido, polvo en el cosmos, por seguir el lenguaje del creador.
El nulo esfuerzo en la puesta escena, seguro que con un fin que cuesta descifrar, revelan muchos momentos resueltos con un solo plano general fijo donde el escaso movimiento de los actores, sumado a lo alejados que se encuentran del objetivo, hacen imposible valorar correctamente su interpretación, que pasa por un estatismo incómodo, algo que hace preguntarse si se trata de una cuestión cultural y si en realidad los rusos se mueven tan poco como los personajes de la cinta. Konchalovsky consigue lo que se propone insuflando emociones en el público, no por su guion, sino por la manera en la que lo cuenta, siendo estas inevitablemente distintas en cada espectador e incluso dependientes del humor en el que se encuentre, y es que es un film al que uno debe enfrentarse con ganas si lo que quiere es terminar de verlo.
“El cartero de las noches blancas” intenta emular lo mejor del cine ruso y consigue mostrarnos lo peor de él. El Konchalovsky autor pretende crear una obra a la altura de su admirado Tarkovski. Donde el segundo provocaba admiración, el primero hastío. Si nunca has visto cine ruso, quizá no sea esta la película con la que empezar.