La película póstuma de la matriarca de la nouvelle vague eriza la piel, ya no solo por el recorrido que hace por las secuencias más destacadas de su obra, sino porque se convierte en un homenaje a la profesión.
Imaginemos a una mujer muy enamorada. Pero mucho, mucho. Tanto que ha llegado a consagrar su vida a ese amor y ni siquiera concibe su existencia sin él. Ahora bien, ahora esa mujer tiene noventa años, y como sabe que está a punto de morir, dedica su último aliento a hacer una película de casi dos horas en la que rememora y desgrana los mejores momentos con ese amante tan querido. ¿Lo imaginamos? Pues eso es Agnès por Varda: una profunda declaración de amor al cine —a la profesión del cine— y a todos los que la han acompañado a lo largo de su vida.
Adquiriendo una especie de estructura de masterclass —de hecho, aprovecha para grabar unas charlas en varios lugares—, Agnès Varda comienza hablando de tres palabras que para ella son imprescindibles a la hora de hacer cine: inspiración —por qué se hace una película—, creación —cómo se hace una película— y compartir —hay que tener en cuenta que una película no se hace para verla solo, sino para mostrarla a los demás—. Partiendo de estas premisas Varda, con su fino sentido del humor, comienza a desgranar los detalles de sus principales obras. Entre ellas, destaca el análisis de Cleo de 5 a 7, cuando fusiona el tiempo subjetivo con el objetivo; Sin techo ni ley, donde se sirve de más de diez travellings a lo largo de la cinta; o Rostros y lugares, en la que recorre Francia con el fotógrafo y retratista JR.
También cuenta anécdotas que más bien son historia del cine. Por ejemplo, habla de cómo logró que Andy Warhol convenciera a dos de los actores de Hair para que rodaran con ella cuando vivía en Los Ángeles, o de cómo su otro gran amor Jacques Demy, el célebre director de Los paraguas de Cherburgo, le pidió que rodara la historia de su infancia a partir de un borrador escrito poco antes de morir. Al escenario de la masterclass también se suben algunos de sus colaboradores. Por ejemplo, Nurit Aviv, su operadora de cámara, con la que comparte algunos recuerdos de sus rodajes más comprometidos. Y es que Varda, ya en los años setenta, era una importante activista por los derechos de la mujer. Así lo demostró en su película Una canta, la otra no, un alegato que defiende la libertad de la mujer en cualquier ámbito social: Mi cuerpo me pertenece/ y soy yo la que sabe/ si quiere parir o no./ Traer hijos a este mundo,/ ser flaca o ser gorda,/ es mi decisión, cantaba la protagonista.
Varda tenía una enfermedad en los ojos que le impedía ver con claridad, irónica afección para una mujer que ha dedicado su vida a crear imágenes. Igual de irónico que el cierre de la película cuando se despide, enredada en una tormenta de arena en una playa francesa: «Desaparezco en la bruma. Os dejo». Esas son las últimas palabras antes del fundido a negro. El 29 de marzo de 2019 cumplió su promesa. Ella siempre tan acertada.
En definitiva, Varda por Agnès es una playa de agua cristalina donde una anciana echa la vista atrás y resucita sus fantasmas; unos recuerdos que para ella son poco más que eso, pero que para el resto de mortales resulta ser historia del cine y una parte fundamental para entender un movimiento cinematográfico que revolucionó la industria a base de escenas experimentales.
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